Incluso Koushiro Izumi, cuya desaforada ansia de conocimiento lo llevaba siempre más allá de los ingenios de la naturaleza, de los milagros y de la magia, fue incapaz de poner palabras a la turbia experiencia de atravesar el espacio supradimensional; pero, lejos de amilanarle el ánimo, aquel nuevo reto intelectual inflamó su determinación y lo impulsó a conservar intacta la memoria de cada una de sus experiencias, para que una revisión ulterior de todos sus pormenores desembocara en una fructífera re significación de las mismas. Ni siquiera el postrero colapso de aquel absurdo lugar y la oscuridad que lo precedieron lo distanciaron de su propósito. Durante un tiempo imprecisamente dilatado hasta el vértigo por la adrenalina y el instinto de conservación, Izumi contempló, absorto, el múltiple rostro de la nada; luego, como si el universo sucumbiera ante la imposibilidad lógica de aquella atrocidad, aquí y acullá aparecieron súbitos vislumbres de formas indecibles. Ávida de patrones y coherencias, la mente de Koushiro buscó agruparlas y categorizarlas; al cabo de un tiempo, comprendió que contemplaba la perspectiva cenital de un paisaje imposible, hacia el cual se precipitaba con una rapidez pasmosa. La memoria de la similitud entre esa experiencia y otras ya pretéritas lo hizo luchar contra el atávico e inútil instinto de cubrirse la cara con las manos, pero tuvo que repetirse varias veces que la caída no sería letal para calmar su pavor.
Cuando ya estaban a punto de tocar tierra, una ráfaga de aire caliente los envolvió y los separó en múltiples direcciones. Koushiro no pudo distinguir cuál de sus compañeros fue lanzado a qué dirección, pues la velocidad con la que descendían los había convertido, ante sus ojos, en una suerte de pequeñas centellas, y ciertas figuras del color del emblema del conocimiento lo rodeaban y le impedían ver bien; pero sí pudo percatarse de que eran once cuerpos los que caían, sin contar a él mismo, en lugar de los catorce que debían ser. Poco tiempo tardó en recordar que los ausentes eran Jyou, Sora y Gomamon. No pudo pensar más antes de tocar el suelo.
A medida que se precipitaba hacia el suelo incógnito de aquel universo remoto, Tailmon no dedicó un solo pensamiento a la contemplación del paisaje, ni a sus compañeros, ni a la posibilidad de morir por la caída, pues su mente se debatía entre estériles reproches por confiar en Hackmon y preguntas inútiles sobre el paradero de Hikari. Recordaba que, durante algún instante de su caótica zozobra a través del espacio supradimensional, le había llegado una reminiscencia sutil de lo que ella identificaba como el aroma de Wizarmon, pero el fárrago de imágenes sensoriales era tan descontrolado que de ninguna manera podía afirmarlo más allá de toda duda razonable. “Si algún Dios o entidad del mundo digital me está escuchando, por favor, llévame con Hikari, o, por lo menos, hacia Witchelny”. Eso fue lo último que llegó a pensar antes de que la ráfaga de aire caliente los dispersara a todos. A diferencia de los cinco niños y de los otros seis Digimon, ella no sintió ni el más mínimo vértigo al acercarse al suelo a tal velocidad, pues su cuerpo ágil siempre le permitía caer de pie e ilesa. Giró con destreza sobre sí misma, pero una brusca turbulencia encefálica la hizo zozobrar. “Maldición”, pensó. “Todavía no me he recuperado de los golpes de Aero-v-dramon”. Luego de esa reflexión, su pie se posó en una superficie inestable, trastabilló y se quedó tumbada en el suelo, la vista perdida en un cielo que parecía la conjunción de un sinfín de auroras boreales que se deshojaban en crepúsculos escarlatas, mientras lunas decrépitas fosforecían, recónditas, y unas figuras de color naranja y gris opcaso bailaban ante ella.
Contrariamente a lo que Palmon había esperado dada la velocidad con que se precipitaron al suelo y la distancia que los separaba de él, el aterrizaje había sido apacible; pero, lejos de sorprenderse por aquel hecho, su mente se dedicó a repasar las peripecias de los últimos segundos, mientras acumulaba razones para culparse y descartaba los posibles atenuantes con argumentos baladíes, como para regodearse en su conmiseración. De nada le valió la certeza de que había utilizado hasta el límite de sus fuerzas para proteger a sus compañeros, ni la certidumbre de que al menos había conseguido poner a resguardo a la mayoría, ni la convicción de que la escaza alimentación de las últimas jornadas y las drogas que les había proporcionado Hackmon habían mermado sus habilidades; lo único importante para ella era repetirse, hasta que el tedio de la insistencia reemplazara la realidad por sus creencias, que, de no ser por su incompetencia, Jyou, Sora y Gomamon estarían vivos. Como en un intento de ensañarse en su culpa, ni siquiera se había masajeado las adoloridas extremidades posteriores para atenuar el dolor, que intuía como una suerte de penitencia, ni había dejado de repetir las palabras “lo siento”, a pesar de que sabía perfectamente que aquellos con quienes debía disculparse no podrían oírla jamás. Simplemente mantenía los ojos cerrados, gacha la cabeza, en tierra la frente y las manos, como en una estéril posición de súplica, implorando un perdón que no creía merecer ni quería recibir; y habría permanecido así, indiferente al fluir del tiempo y al continuo devenir de la existencia, hasta que las eras interminables la redujeran a un cumulo de datos sin consciencia y que los glaciares del olvido la enterraran, pero una voz cercana, que era la primera vez que oía pero que no estaba del todo exenta de familiaridad, la sacó de su ensimismamiento culposo.
—¿Qué te pasa? ¿Por qué pides tantas disculpas?
Ella siguió en la misma posición; no quería que nadie llegara a regocijarse con su sufrimiento o a sentir lástima de su pena. Optó por no responder, creyendo en vano que el silencio haría desistir a tan molesto visitante, pero la insistencia del entrometido colmó su paciencia.
—¿Puedo ayudarte en algo? —insistió él, molesto—. No es bueno encerrarte en tu dolor. Si dejas que tus emociones negativas te consuman y te regodeas en tu dolor, nadie podrá ayudarte.
Palmon estaba harta. Dejando de lado el silencio, alzó la cabeza y abrió los ojos. Su furia la volvió indiferente a la belleza del paisaje que la rodeaba, concentrada su atención en el molesto intruso que estaba frente a ella; y, cuando lo interpeló, su voz le pareció diferente, más aguda, acaso distorsionada, pero lo atribuyó más a su angustia que a factores externos.
—¡Cállate! —le dijo—. Tú no me conoces, no sabes nada de mí y no sabes por qué me siento como me siento. Lo único que haces es venir a repetir frases hechas, que no se sustentan en nada y que sirven para que los débiles de mente busquen reflexionar sobre cosas vacías.
—Yo también he hecho cosas terribles —dijo el entrometido—. Pero aprendí a perdonarme a mí mismo. Por suerte, porque mi culpa me estaba consumiendo. Y parece que a ti te está pasando lo mismo, a juzgar por la oscuridad que te rodea.
—Si pudiste perdonarte, entonces tus culpas no debieron ser tan graves. O eso, o eres un ser completamente apático. Seguro que tus actos no se comparan con los míos.
—No lo sé —replicó él—. ¿Qué hiciste para sufrir tanta culpa?
—¡Maté a tres de mis mejores amigos, a los que se suponía que debía defender!
Al articular estas palabras, Palmon sintió una punzada en las sienes, acaso porque su subconsciente estaba intentado decirle que esa versión de los hechos no se correspondía con la realidad, acaso porque su cerebro estaba comenzando a aceptarla como tal; pero, pese a la notoria molestia, no modificó sus palabras.
—Ya veo —dijo el entrometido—. Si te sirve de consuelo, en una ocasión, yo intenté hacer lo mismo, pero no lo logré, aunque no por falta de voluntad, sino de poder.
—¿Eso quiere decir —preguntó Palmon, sarcástica— que en el mundo hay gente que es tan o más basura que yo? ¡Oh, sí! ¡Qué consuelo más grande!
Pretendía que su tono amilanara la resolución de aquel intruso, pero el tipo siguió importunando, sin hacer caso de su sarcasmo.
—En ese momento, mi compañero estaba confundido, buscando cuál era su papel en nuestro grupo desde que su hermano había aprendido a defenderse por su cuenta y desde que nadie parecía tomar en cuenta sus opiniones. Por eso fuimos manipulados por uno de nuestros enemigos para atacar a nuestros aliados. Yo tiré a matar; la única razón por la que no lo conseguí fue porque mi amigo era mucho más fuerte que yo.
Palmon no tuvo que escuchar más; conocía esa historia a la perfección, porque había formado parte de ella, pero ni el aspecto ni la voz de su interlocutor le recordaban a quien la había protagonizado. En efecto, el intruso tenía la forma de una centella de figura indefinida y colores cambiantes, y su voz apenas guardaba similitudes con la que debía ser.
—¿Gabumon? —preguntó ella.
—Sí —respondió él—. Ese es mi nombre. ¿Te conozco?
Ella no respondió. Sin decir una palabra, bajó la vista para descubrir que su cuerpo era bastante similar al de quien tenía en frente. Luego, recordó un comentario de Gennai, durante la noche que habían pasado en su casa. En aquel momento, habían estado discutiendo sobre el orden de colocación de las cartas, y Taichi, siempre imprudente, había dicho que no había problema con eso, porque solamente había que agruparlas de cualquier manera, a lo que Gennai había replicado, mientras inmovilizaba al chico, que no debían hacer eso, pues las consecuencias eran peores, ya que podían viajar a mundos desconocidos y sus cuerpos podían sufrir mutaciones. Al oír aquello, Mimi había preguntado a qué se refería con mutaciones, y el anciano ente digital había utilizado un ejemplo muy gráfico, en el que la fisonomía de su cara y la de Palmon se intercambiaban. El pequeño Digimon planta recordaba la reacción de espanto de Mimi ante esa perspectiva, y se ensimismó preguntándose cómo estaría reaccionando ante ese percance, a punto tal que ni siquiera respondió la pregunta de Gabumon.
—Mimi —susurró levemente. No se dio cuenta de que, en ese momento, la oscuridad que la rodeaba se había disipado.
Al igual que en su primer viaje al Digimundo (y a pesar de la enorme fuerza de voluntad que había puesto para que eso no sucediera) Taichi Yagami se desmayó, como un hombre alcanzado por un rayo, quizá por la violencia con la que golpeaba el aire, quizá por la tensión, y, al igual que en la ocasión pretérita, fue despertado por una voz que llamaba su nombre; pero, esta vez, al abrir los ojos, no se encontró con una bola rosa que lo miraba con dos enormes orbes carmesí sino con una forma indefinida, que, sin embargo, tenía dos ojos verdes que el chico conocía bien. Fue justamente aquello lo que impidió que actuara como en la ocasión anterior, saltando hacia atrás y arrojando a su compañero por los aires, pero, a pesar de todo, no pudo contener el espanto al ver la forma extraña que había adquirido su propio cuerpo. Como para no pensar más en eso, ni en la posible muerte de su mejor amiga, se puso de pie e intentó averiguar dónde estaba. Con su mente pragmática, apenas y dedicó unos segundos a la exuberancia del color del cielo o a las múltiples lunas que lo ornamentaban, pues su mayor preocupación era encontrarse con el resto de los miembros del grupo. Para ello, rebuscó en su bolsillo (pues el cambio que habían sufrido aparentaba ser solo estético) y sacó su Digivice y el de su hermana; pero, acaso porque el viento los había dispersado a una distancia mayor a la que él había calculado, acaso porque en ese mundo los aparatos no funcionaban o acaso como una consecuencia más de su paso por el espacio supra dimensional, no apareció ningún punto rojo en la pantalla del dispositivo, así que Taichi se dedicó a hallar algo que le sirviera como punto de referencia, algo que pudiese ser vistos desde todos los lugares de ese mundo, para que resultara lo suficientemente llamativo para que el resto se dirigiese hacia allí. Y, naturalmente, no tardó mucho en encontrarlo. Alto, muy alto, y, ante los ojos de Taichi, ridículamente angosto, en el centro de ese yermo se alzaba lo que parecía una torre, o, más bien, un obelisco. Taichi apenas se preguntó por su utilidad, casi convencido de que era una especie de puesto de vigilancia, pero alcanzó a pensar que, si era lo suficientemente grande para ser visto desde varios puntos de aquel paraje, era bastante posible que el resto de sus compañeros también lo hubieran visto y hubiesen decidido tomarlo como punto de reunión. Con esa idea en la cabeza, le dijo a Agumon que lo siguiera y se encaminaron hacia ese lugar.
En realidad, Taichi nunca supo decir cuánto tiempo había pasado desde que comenzara su caminata, pues su hambre, su sed, su preocupación por su hermana, por Sora, por Jyou y por Gomamon, y la consciencia de su fracaso lo habían dilatado hasta la fatiga; pero cuando le consultó a Agumon, que tenía el corazón mucho más templado que él, le dijo que probablemente hubiesen transcurrido un par de horas. Aquella revelación preocupó sobremanera al líder de los elegidos, quien, ávido de información, sacó su catalejo e intentó calcular la distancia que los separaba de aquella torre poco práctica: para su horror, descubrió que apenas habían avanzado; acaso confundido por la distancia o por el tamaño de la estructura, la había intuido más cercana.
Quiso, una vez más, maldecirse a sí mismo, despotricar contra su temeridad, contra su arrogancia, contra su estupidez, pero en ese momento, unos ruidos le indicaron que había alguien al acecho, y se precipitó a esconderse.
En otro lugar de aquel disparatado y errático cosmos, el comportamiento de la portadora de la inocencia no distaba mucho de las elucubraciones que se fraguaban en la mente de Palmon. En un primer momento, al ver que su figura se había permutado de forma tan atroz, la joven Tachikawa había entrado en negación, mientras su mente buscaba excusas, a cual más rebuscada, para encontrar una explicación de lo que estaba experimentando que no implicara aceptar lo que le indicaban sus sentidos: desde la improbable posibilidad de que la intrincada red de causas y efectos que se habían ensañado con ella a partir de la desaparición de Hikari fueran una mera proyección onírica, hasta la idea de que el universo en el que se encontraba le hubiese permitido acceder a una percepción sensorial alternativa que le diera una versión distorsionada de sí misma; pero tales elucubraciones, que para la preclara mente de Koushiro eran una actividad cotidiana, superaban ampliamente la capacidad cognitiva de Mimi, de modo que la sola idea de concebirlas le supuso a la chica un esfuerzo tal que la hizo desistir a los pocos segundos, caer de rodillas y ponerse a llorar, como lo había hecho tanto tiempo atrás, en el coliseo donde Chumon y Piccolomon habían conocido la muerte para salvarla. El recuerdo de aquella fatídica jornada y de las palabras que, pocas horas atrás, le dedicara Zhuqiaomon, comparándola con una incógnita Miki que no había hecho más que llorar mientras los Digimon enemigos destruían pueblos, estuvieron a punto de hacerla cesar, pero las palabras de Hackmon en la celda, asegurando que Piccolomon no volvería a resucitar porque su Digicore había sido destruido, hicieron que su llanto se incrementara. Sus lágrimas y sollozos se dilataron, se dilataron en el tiempo hasta el vértigo, sin mermar sino aumentando su potencia, convirtiéndose, ante la indiferencia o el desconocimiento de la chica, en un imán para curiosos de todo tipo.
El primero en llegar a su lado fue Patamon, quien ya se había percatado (y había asimilado sin los problemas que afrontaban Mimi y Palmon) los anómalos cambios en su anatomía. Bastante tiempo y esfuerzo le tomó reconocer quién era la figura que lloraba en aquel páramo desolado, pues, al igual que en el caso de Palmon y Gabumon, su voz había cambiado; pero el contenido de sus palabras le indicó que era Mimi, así que se acercó a ella con su confianza característica. En un intento vano de tranquilizarla, le dijo que todo estaría bien, que era probable que tuvieran esa forma porque la necesitaban para sobrevivir en ese mundo, que, seguramente, cuando salieran de allí volverían a la normalidad y que esta circunstancia solo sería un mal recuerdo; pero ignoraba que las causas del llanto de la chica no eran solo por su desfiguración, así que sus intentos por calmarla no solo fueron estériles, sino que contribuyeron a acrecentar su cólera.
—Tú no tienes ni idea de por qué estoy llorando, así que déjame en paz. No quiero que opines sobre cosas que no te importan, seas quien seas.
“Que brusca”, pensó el Digimon volador. A su mente acudió, entonces, un recuerdo, de una remota noche en la ciudad de Shibuya, en la que había sido increpado con argumentos semejantes. En aquella ocasión, se había ofendido tanto que había abandonado, en un instante de cólera irreflexiva, el medio de transporte en el que viajaban, lo que había derivado en una búsqueda exhaustiva que acabó con la vida de dos Digimon inocentes; pero en este momento solo podía sentir empatía por la persona que tenía delante, de modo que simplemente se quedó callado, en una señal de respeto por su dolor, y dejó que siguiera con sus lamentos. “Creo que he madurado un poco”, pensó con algo de orgullo.
Al cabo de un tiempo, inevitablemente, los sollozos y gemidos de la joven Tachikawa atrajeron a más curiosos. Con alegría, con alivio, con esperanza, Patamon vio que eran diez personas, el mismo número que su grupo, descontándolo a él mismo, a Mimi, que estaba a su lado, a Sora, a Jyou y a Gomamon, que habían caído en el espacio supra dimensional, y a Hikari, que se encontraba en paradero desconocido.
—Muchachos —los llamó—. ¡Estamos aquí! ¡Somos Patamon y Mimi! Me alegra que se hayan podido reunir todos.
Las diez figuras no respondieron. Se limitaron a rodearlos en un círculo, como para no dejarles escapatoria. Al cabo de un tiempo incalculable para Patamon, uno de ellos habló, pero lo hizo en un idioma que, además de desconocido, parecía prácticamente impronunciable. Entonces, los temores del pequeño roedor volador se incrementaron hasta lo inconcebible.
A pocos kilómetros de allí, Tailmon enfrentaba una situación análoga. Tras estar tirada en el suelo, al borde de la inconsciencia, durante un tiempo que le fue imposible computar, había sido perturbada por unos lamentos de alguien que llamaba a Sora de forma intermitente. La voz era ligeramente más aguda de lo que recordaba, como si hubiese sido distorsionada por un rudimentario programa de computadora, pero el contenido del mensaje y cierta familiaridad en el tono le hicieron darse cuenta que se trataba de Piyomon. A duras penas se incorporó, estremecido su cuerpo por el recuerdo de la suma de los golpes de Aero-v-dramon, los impactos contra las piedras, la dura internación interrumpida antes de tiempo, las torturas de viajar en el espacio supra dimensional y la reciente caída, y buscó con la vista el origen de los lamentos. Esperaba encontrar una pequeña ave de ojos celestes, cuerpo rosa y plumas azules; pero lo que vio fue una forma indecible, conjunción enigmática de centella y esfera de luz, que parecía ni siquiera poseer una cavidad bucal y que estaba rodeada por un aura oscura. En un primer momento se sorprendió, pero luego recordó que Wizarmon le había dicho que, en Witchelny, su cuerpo era diferente, aunque nunca había llegado a explicarle de qué forma; de manera que ese simple detalle bastó para que confirmara que era probable que estuviera en el lugar al que quería ir.
—¿Piyomon? —preguntó Tailmon para confirmar sus sospechas. La interrupción del simple monólogo de su acompañante y el hecho de que pareciera estarla escuchando bastaron para confirmarlas. —Me alegra que seas tú. Yo soy Tailmon. Ahora, apúrate, que tenemos que encontrar a los otros.
—¡No quiero! ¡Sora está muerta! ¡Mi misión era protegerla y n pude hacerlo! ¿Para que querría hacer algo?
Tailmon se sorprendió por un instante. Luego, pensó en qué haría si la muerta hubiese sido Hikari. Inmediatamente después, recordó que su misión era rescatarla a ella y recuperó la compostura.
—No sabemos si Sora está muerta o no. A lo mejor cayó en este mundo, pero por otra entrada—. Para ella, que daba por sentado que Sora, Jyou y Gomamon estaban muertos, esa excusa le pareció barata y frágil, pero algo tuvo que haber habido en ella de efectivo, pues Piyomon pareció pararse a pensar por unos segundos.
—Pero… pero…—dijo—. Nosotros vimos como su cuerpo se convertía en datos y desaparecía… Y tú sabes tan bien como yo que eso pasa cuando un Digimon muere. Déjame tener el duelo por Sora en paz, por favor.
Tailmon comenzaba a perder la paciencia, pero se obligó a buscar algo en lo más recóndito de su ánimo.
—Tal vez a nosotros nos sucedió lo mismo cuando atravesamos el vórtice dimensional para llegar aquí. Eso no lo sabemos.
—¿Cómo puedes estar tan tranquila ante esto?
“Porque tengo que mantener la calma para encontrar a mi compañera y devolverla a su mundo antes de que le pase algo terrible”, pensó la gata.
—Porque sé escuchar a mi corazón, y mi corazón me dice que Hikari está viva —fue lo que dijo. “Pero no por mucho tiempo”, pensó para sí. —¿Qué te dice el tuyo?
—Que Sora está muerta —fue la respuesta—. Y que yo tengo que quedarme aquí y morir con ella.
En ese momento, Tailmon oyó el grito:
—¡AYÚDAME, TAILMON!
Y algo en ella se quebró, y a su alrededor se formó un aura roja.
—Si tantas ganas tienes de morir, pues adelante. Muérete. La verdad, no sé por qué confié en gente tan débil de espíritu, que se deja amilanar ante el primer traspié. —En ese momento se interrumpió, acaso consciente de que sus pensamientos reales no encajaban con sus palabras, y de que, quizá, estuviera repitiendo, desfiguradas por la corroción de los años, sentencias que había oído de boca de alguien que despreciaba, pero de todas maneras prosiguió: —En este mundo solo sobreviven los fuertes. Si no eres lo suficientemente fuerte para sobrevivir, entonces hay que dejarte atrás.
Mientras decía estas palabras, que en el fondo de su corazón sabía que eran injustas, pero que su cólera, su estrés, su nerviosismo y sus experiencias pasadas dictaban sin ningún reparo, recordó su primer y su último encuentro con Wizarmon, se estremeció e hizo silencio.
Y el silencio se dilató, se dilató y se dilató hasta el límite de lo insoportable. Tailmon, cuya aura roja había desaparecido hacía rato, quiso ser la primera en romperlo con un “Lo siento mucho”, pero no pudo ni siquiera articular las primeras palabras de esa sentencia cuando fue interrumpida por la voz de Piyomon, entrecortada, esta vez, más por la furia que por la tristeza.
—Había escuchado palabras así antes —dijo el Digimon ave—, pero siempre en boca de los emisarios de nuestros enemigos o de tipos salvajes y despiadados. Por un momento, pensé que estaba hablando con Tailmon, la compañera de Hikari Yagami. Ahora parece que estoy hablando con Tailmon, la sirviente de Vandemon.
La crueldad e injusticia de esas palabras encolerizaron a la gata, pero, sea por su cansancio, sea por un pequeño resquicio de lucidez, sea por vergüenza, optó por no replicar nada hiriente, y se limitó a agachar la cabeza.
—¿Sabes por qué no estás muerta? —continuó Piyomon—. Créeme si te digo que no fue por tu fuerza, porque Aero-v-dramon te hizo pedazos. Fue por la piedad de Jyou. Cuando estabas en el suelo, agonizante, él se sentó a tu lado e hizo algo para que tu Digicore no se destruyera. Él estuvo ahí cuando lo necesitaste. Pero ahora tú ni siquiera le dedicas un pensamiento. Entiendo que estes preocupada por el destino de Hikari, pero también debes mirar a tu alrededor de vez en cuando. Sora, Jyou y Gomamon son tus amigos, no meras herramientas.
Tailmon lo sabía; también sabía que sus palabras anteriores habían sido fruto irreflexivo de la cólera y la desesperación, pero nada dijo, pues se creía merecedora de todos los reproches. Sin embargo, Piyomon, indignada, había elevado su tono más de lo prudente, y al poco tiempo, ambas se vieron rodeadas por un grupo de curiosos. Pensando que podían ser sus compañeros, Piyomon les habló para que caminaran juntos; pero uno de ellos respondió con palabras imposibles, semejantes a aquellas que en ese mismo momento escuchaban Mimi y Patamon.
Piyomon se asustó, pues esa era la confirmación de que no se encontraban ante gente conocida y, peor aún, que la comunicación podría ser imposible; pero Tailmon se llenó de alegría, pues, si bien no conocía el idioma la perfección, lo había escucado varias veces, en cada oportunidad que su amigo Wizarmon necesitaba hacer un conjuro. Ávida de conocer más acerca de ese ser a quien tanto apreciaba, le había pedido, o prácticamente obligado, a que le enseñara ese lenguaje; pero su complejidad era tal que hubo de desitir a los pocos intentos, ocupada como estaba en el reclutamiento de tropas. Sin embargo, había llegado a memorizar algunas frases básicas, como saludos, presentaciones y despedidas, y sabía algunos rudimentos del manejo de pronombres; de manera que, buscando en lo más recóndito de su cerebro, pudo encontrar algunas frases adecuadas para comenzar la conversación, aunque era consciente de que no podría seguirla por mucho tiempo.
—¿Qué les has dicho? —preguntó Piyomon no bien hubo escuchado la inusual lengua brotar de los labios de su compañera.
—Los he saludado, les he dicho que me llamo Tailmon y que es un gusto conocerlos. Querría decirles que soy amiga de Wizarmon, que soy uno de los Digimon elegidos y que hemos venido a este mundo en busca de mi compañera, pero no tengo vocabulario para eso.
—No hace falta que lo digas —dijo una de las figuras en perfecto japonés—. Esto es muy divertido: los humanos que destruirán el mundo guiados hasta aquí por la amante de un traidor.
Al escuchar tales palabras, la esperanza de Tailmon flaqueó considerablemente.