Oiseau rebelle
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Puesto en tablero: 30. Pergamino Verde utilizado | Versus
Distinguir y comprender los pensamientos de Kohiko resultaba en una tarea abismal. Más allá de la fugacidad y puntualidad de su mente, lo que realmente separaba a la albina del resto de personas era su virtuosidad para recordar pequeños detalles; era un pan de cada día para ella imaginar planos inexistentes, cartas de navegación sin edición y diversos mapeados de lo que necesitara, tan nítidamente como su propio alrededor. Zen había oído rumores de tal habilidad, junto con otros tantos adjudicados a la huérfana, pero ninguno tan remarcablemente notado como aquel. Se había colocado en la punta de proa, justo al borde de los barandales y el océano, decía haber trazado las posibles rutas que tomarían los involucrados, teniendo en cuenta los peligros presentes en el pantano, al menos los tentativos. Claro que, para el caso, la probabilidad ganadora terminaría siendo la prevista por la mujer.
Kuronama se esmeraba en retirar las impurezas de su espada, tallando y puliendo los maderos, aunque sin perder la aparente tranquilidad; miraba de reojo a su compañera de cada en cuanto, intentando figurar el patrón que utilizaba por sí mismo. Descendió desde un techo en la oficina de comando para acercarse aún más, detallando garabatos grabados sobre los maderos del navío: una red rudimentaria, donde descansaban tres “x” sin relación aparente; de un momento a otro dibujó una cuarta, y poco después la quinta terminó por volverse coherente junto con el revoloteo de una parvada en la costa: no eran posiciones, mucho menos órdenes; cada una de esas “x” representaba a un soldado caído.
Mantuvo silencio hasta que le vio susurrando algo sobre las cruces, señalándolas a medida que sus labios articulaban palabras distintas por cada una. Zen fue lo suficientemente certero para distinguir un par, aproximándose a esperas de lo que ya deducía:
― ¿Qué con Kamoi? ―aquel era el nombre escuchado entre los murmullos.
― Él, Fudo, Dinde y Himo fueron masacrados ―sentenció, con tal seguridad sobre sus palabras que su homólogo no pudo evitar tomarlo a broma, hasta que el diálogo insistió―. Pero nos dejaron un buen marco.
― ¿Por qué fue que hicimos entrar a soldados a un pantano así? Recuérdame.
―Fueron de más ayuda que cualquiera en esta misión ―se incorporó, utilizando a Jormungand como bastón―. Sus muertes ocurrieron en puntos clave. Si hay algo de peligro allí para nosotros lo acabamos de exponer.
―Pues yo sólo veo el sol y a las gaviotas ―Indiferente, se aproximó de regreso a su sitio en el techo.
―Mejor así ―Hekmatyar no movió ni movería un ápice de su voluntad para explicar sus métodos.
Sutilezas, eso sí que hasta Zen fue capaz de identificar. Eran situaciones así donde sus diferencias sociales podían terminar favoreciendo al varón; Koko sabía bien de qué cuidarse con él, y sentirse analizada era suficientemente factible con tan sólo compartir espacio. Podría sentirse autónoma, más que nadie, pero ni el más absurdo de los payasos pasaría por delante de sus ojos sin ser tomado en cuenta, y no tenía ni la más mínima intención en averiguar si las maquinaciones de un hombre famoso por su locura incluían algún sabotaje, incluso entre aliados. Incluso así, Kenamura fue capaz de recolectar suficientes datos para sentirse satisfecho, por más que tampoco lo expresara. Variables de tiempo, de sucesos coincidentes con sus predicciones, todo era un vasto camino de posibilidades por recorrer, y no hacía más que encender su patológicamente intensa curiosidad sobre la fémina.
Se levantó sin esfuerzo, dispuesta a saltar a la ensenada.
― ¿Vendrás, o te descarto de todo esto? ―Por más que sus palabras fuesen más crudas que honestas, Zen buscaría tomarlas a su favor, de una u otra forma.
―Seré tu factor sorpresa ―Hizo un gesto exagerado, extendiendo ambos brazos―. Iré sólo cuando sea necesario, te irá mejor así.
―Sin duda.
Kohiko descendió en un salto grácil, aterrizando justo en el borde donde la arena era suficientemente espesa para no entorpecer el impacto. Su Yoroi se vio despedazado en varias placas de metal segmentado que comenzaron a flotar a su alrededor, justo después de que la espada tocase el suelo. Debería reactivar el efecto de cada en cuanto para mantener las partes de su armadura en órbita, resultaría esencial para lograr defenderse. Las hombreras, cintas y encajes flotantes se deslizaban inalterables entre la maleza, comenzando a adentrarse en las inmediaciones pantanosas. Dos de las placas bajaron a sus pies para fungir como botas, quería evitar el contacto con cualquier posible agente a toda costa.
Ya para aquellas horas, el metano y demás gases indeseables se sedimentaban en capas atmosféricas, imperceptibles desde lejos más que como un tímido fatamorgana, pero cuyo efecto en los sentidos explicaba, fácilmente, las suposiciones hechas en el barco: cualquier soldado sin resistencia admirable sucumbiría tarde o temprano ante la desesperación, y ni siquiera los de rangos más avanzados estaban absortos del peligro, pero claro, al fin y al cabo, la frialdad de Kohiko era capaz de anteponerse, al menos por el momento. Sonidos guturales profundísimos, la negrura misma de un aura invisible pero muy persistente rodeándole y el rechinido de quién sabe cuántos engendros entre los arbustos malolientes le hacían mantener la guardia lo más alto que pudiese.
El primer predador llegó de las alturas: un Dionauris entorpecido por su propia gula. Ya se hallaba digiriendo la mano y parte del brazo de uno de los enviados a la expedición; quiso hacerse con otro bocado ante el incesante olor a vitalidad bajo sus bulbos, pero tan sólo lanzarse involucró la expulsión del bocado actual, delatándole junto con la lentitud propia de su proceso digestivo. Un movimiento del sable bastó para que una de las hombreras flotantes le vapuleara contra un tronco en la lejanía, estampándolo contra éste. Varios otros intentaron aprovecharse del momento, unos llenos y otros apenas terminando de digerir la última comida.
Kohiko debió realizar más de una pirueta indecible amén de no caer a merced de las breas o criaturas a su alrededor. En el trayecto, divisó más de un resto sanguinolento de sus “allegados”, mezclado entre el resto del hedor y la descomposición. Surcó el pantano bajo el mismo pretexto, siempre intentando virar en sentido opuesto a los Dionauris cercanos. El mayor peligro se aproximaba a sus espaldas, y en medio de las maniobras, lo único que pudo delatar la trampa fue la ausencia de reflejo sobre su sable: una muralla de telarañas oscurecía el entorno, a tal punto que la luz del sol se hacía taciturna. Las placas metálicas impusieron freno; durante toda la maniobra, tuvo que usar la punta de Jormungand a modo de pivote sobre el cual balancearse, un solo error y su protección caería sin remedio.
La sucesión de evasiones acabó por hacerla trastabillar cerca de uno de los charcos hirvientes. La ausencia de sangre no podía ser más enervante que entonces; en un lugar así, la falta de restos sólo le hacían pensar que la resistencia había sido imposible, como si la fuerza que hubiese masacrado a quienes anduvieron por la zona no dejara el mínimo rastro, sólo pisadas, muchas y descoordinadas, algunas diminutas en comparación a su propio pie, marcándose en la extensión de la marisma. Viró en ambos sentidos, inquietada, pero sin perder su rectitud, mantener las piezas del Yoroi flotando seguía siendo prioridad, más ahora, cuando apenas restaban cinco. Ella no sería tan torpe como para entrometerse en un lugar así sin un plan de emergencia, pero temía que incluso aquel fuese capaz de fallar; dependía, por supuesto, de que los suelos cubiertos por fango tuvieran suficiente metal.
Chistó, comenzando a escuchar las pisadas rasposas de seres que pronto se develaron como humanoides, aunque precisamente, no la perseguían a ella.
Pudo distinguir la misma cabellera roja observada en la costa de Las Olas. Setsuna –o su clon, más bien-, corría sin mayor cuidado en sus perseguidores, aunque ya se habían amontonado lo suficiente como para hacer una amenaza; hambrientos, en más de un sentido, el sólo presenciar una existencia como la de Himekami despertaba la mayor de sus voracidades. Koko se concentró por un momento en aquellas criaturas, incluso llegando a pensar que serían capaz de atraparle. Fuese justicia o casualidad, el clon fue atrapado por una de las manos verdosas y resecas, con tal fuerza que lograron hacerle explotar en la nube de humo característica. Hekmatyar aprovechó el atolondramiento de las criaturas, abalanzadas aun así sobre la bruma a esperas de dar con su festín.
Una serie de piezas se sumaban a su tablero, aunque, siendo ninjas sus oponentes, las precauciones ante la situación de réplicas era algo ensayado para cualquier general. Claramente habían sido señuelos menores, ahora le quedaba preguntarse dónde se hallaba la original junto a Nagare, o si siquiera se encontraban juntos. Mordió la uña de su pulgar, observando el rededor y recuperando la compostura tras alejarse varios metros del perímetro. Fue incluso capaz de deducir, bajo el trayecto que llevaba la réplica junto a pisadas avistadas en su camino de inusual similitud, que el sendero tomado por ésta se veía marcado en más de un sector.
―Cinco o seis, probablemente. De manual ―sentenció en voz alta, dando un nuevo golpe en el suelo con Jormungand.
Fue fácil deducir entonces que buscar el punto de partida de las réplicas le llevaría al original como su epicentro. Siguió por el sendero dejado atrás por la recién esfumada, alejándose poco a poco de los peligros visibles, a medida que bordeaba una zona selvática mucho más espesa. Un rugido gutural, particularmente agraviado y carrasposo, fue audible entre los susurros de las hojas; no tenía tiempo que perder, ni la menor de las suertes para enfrentarse a otra de las criaturas, aullidos como aquellos no eran más que una alarma de huida, sin temores ni lamentos, era una cuestión de supervivencia primitiva lo que le hacía alejarse, como si el sonido evocara bestias sólo presentes en la antigüedad.
La mayoría de los samuráis, bajo protocolo, recibían el adiestramiento necesario para comprender las estrategias ninja; inferiorizados, hasta bajo sustentos mediocres, dando pie a confusión en muchas ocasiones. Un cadete no captaba el peligro al que se enfrentaban hasta que lo tenía en frente, por propia negligencia de sus superiores, todo amén de intentar cubrir cualquier posible falencia; algo inocente, dejado atrás en muchos de los subgrupos militares, pero que aún muchos intentaban defender: la ridiculización del enemigo para generar confianza.
Kohiko encabezaría la lista de descuidos de no ser por su temperamento natural; sus maestros siempre adornaban demás las historias de batalla y los métodos de precaución, animalizaban a los ninjas. No era casualidad que, entre sus promociones, ella fuese de las pocas ascendidas hasta un cargo tan alto, su temple fue lo suficientemente rígido para soportar la propaganda de su propia gente, y anteponer la realidad: los ninjas eran de temer, tanto o más que ellos. Ante un enemigo así, el análisis podía terminar decantando al ganador.
Circundó el perímetro con el mayor silencio que la ostentosidad de su armadura orbital permitía. De cacería, pero sin cometer el mismo error que muchos otros podrían hacer. Esos clones, más que un señuelo, eran satélites informativos, un dato que sólo algunos de sus filas comprendían en integridad; la información recolectada hasta su exterminio acabaría en la mente del original. Pero, al mismo tiempo, podían convertirse en la peor de las suertes informativas. Pocos se tomaban la molestia, con lo efectivo que podría resultar confundir a un shinobi por lo contemplado desde su clon.
El plan a seguir estaba frente a sus ojos, con grupos de Dionauris en cualquier horizonte de la cercanía. Fue tan fácil como recoger manzanas, dejando que se adheriesen a las placas del Yoroi flotante y disperso, algo tan frío y ajeno a la vida que jamás pensarían en devorarlo. Desde allí, sólo sería cuestión de seguir maniobrando con Jormungard.
Una tras otra, las réplicas fueron aniquiladas por lanzamientos imprededibles, sólo concordantes con la presencia de los Dionauris en cada uno, Koko fue tan precavida que esperaba a ubicarlas tras árboles, confundiendo a cada ejemplar con los susurros herbáceos de la selva y sus movimientos. No restó nada, y de hacerlo pronto terminaría por sucumbir, pero lo más importante: había logrado cegar a la original, dondefuera que se encontrase.
No fue hasta llegar mucho más al Este que lo vio: tras varios panales azabaches, propios de las avispas que habitaban el pantano, una de las suyas se retorcía, atrapada entre el suelo y el viento bajo el resquicio de un sello que la rodeaba. No tardó en identificarlo: aquel era una marca de cubierta, un escondite.
Kuronama se esmeraba en retirar las impurezas de su espada, tallando y puliendo los maderos, aunque sin perder la aparente tranquilidad; miraba de reojo a su compañera de cada en cuanto, intentando figurar el patrón que utilizaba por sí mismo. Descendió desde un techo en la oficina de comando para acercarse aún más, detallando garabatos grabados sobre los maderos del navío: una red rudimentaria, donde descansaban tres “x” sin relación aparente; de un momento a otro dibujó una cuarta, y poco después la quinta terminó por volverse coherente junto con el revoloteo de una parvada en la costa: no eran posiciones, mucho menos órdenes; cada una de esas “x” representaba a un soldado caído.
Mantuvo silencio hasta que le vio susurrando algo sobre las cruces, señalándolas a medida que sus labios articulaban palabras distintas por cada una. Zen fue lo suficientemente certero para distinguir un par, aproximándose a esperas de lo que ya deducía:
― ¿Qué con Kamoi? ―aquel era el nombre escuchado entre los murmullos.
― Él, Fudo, Dinde y Himo fueron masacrados ―sentenció, con tal seguridad sobre sus palabras que su homólogo no pudo evitar tomarlo a broma, hasta que el diálogo insistió―. Pero nos dejaron un buen marco.
― ¿Por qué fue que hicimos entrar a soldados a un pantano así? Recuérdame.
―Fueron de más ayuda que cualquiera en esta misión ―se incorporó, utilizando a Jormungand como bastón―. Sus muertes ocurrieron en puntos clave. Si hay algo de peligro allí para nosotros lo acabamos de exponer.
―Pues yo sólo veo el sol y a las gaviotas ―Indiferente, se aproximó de regreso a su sitio en el techo.
―Mejor así ―Hekmatyar no movió ni movería un ápice de su voluntad para explicar sus métodos.
Sutilezas, eso sí que hasta Zen fue capaz de identificar. Eran situaciones así donde sus diferencias sociales podían terminar favoreciendo al varón; Koko sabía bien de qué cuidarse con él, y sentirse analizada era suficientemente factible con tan sólo compartir espacio. Podría sentirse autónoma, más que nadie, pero ni el más absurdo de los payasos pasaría por delante de sus ojos sin ser tomado en cuenta, y no tenía ni la más mínima intención en averiguar si las maquinaciones de un hombre famoso por su locura incluían algún sabotaje, incluso entre aliados. Incluso así, Kenamura fue capaz de recolectar suficientes datos para sentirse satisfecho, por más que tampoco lo expresara. Variables de tiempo, de sucesos coincidentes con sus predicciones, todo era un vasto camino de posibilidades por recorrer, y no hacía más que encender su patológicamente intensa curiosidad sobre la fémina.
Se levantó sin esfuerzo, dispuesta a saltar a la ensenada.
― ¿Vendrás, o te descarto de todo esto? ―Por más que sus palabras fuesen más crudas que honestas, Zen buscaría tomarlas a su favor, de una u otra forma.
―Seré tu factor sorpresa ―Hizo un gesto exagerado, extendiendo ambos brazos―. Iré sólo cuando sea necesario, te irá mejor así.
―Sin duda.
Kohiko descendió en un salto grácil, aterrizando justo en el borde donde la arena era suficientemente espesa para no entorpecer el impacto. Su Yoroi se vio despedazado en varias placas de metal segmentado que comenzaron a flotar a su alrededor, justo después de que la espada tocase el suelo. Debería reactivar el efecto de cada en cuanto para mantener las partes de su armadura en órbita, resultaría esencial para lograr defenderse. Las hombreras, cintas y encajes flotantes se deslizaban inalterables entre la maleza, comenzando a adentrarse en las inmediaciones pantanosas. Dos de las placas bajaron a sus pies para fungir como botas, quería evitar el contacto con cualquier posible agente a toda costa.
Ya para aquellas horas, el metano y demás gases indeseables se sedimentaban en capas atmosféricas, imperceptibles desde lejos más que como un tímido fatamorgana, pero cuyo efecto en los sentidos explicaba, fácilmente, las suposiciones hechas en el barco: cualquier soldado sin resistencia admirable sucumbiría tarde o temprano ante la desesperación, y ni siquiera los de rangos más avanzados estaban absortos del peligro, pero claro, al fin y al cabo, la frialdad de Kohiko era capaz de anteponerse, al menos por el momento. Sonidos guturales profundísimos, la negrura misma de un aura invisible pero muy persistente rodeándole y el rechinido de quién sabe cuántos engendros entre los arbustos malolientes le hacían mantener la guardia lo más alto que pudiese.
El primer predador llegó de las alturas: un Dionauris entorpecido por su propia gula. Ya se hallaba digiriendo la mano y parte del brazo de uno de los enviados a la expedición; quiso hacerse con otro bocado ante el incesante olor a vitalidad bajo sus bulbos, pero tan sólo lanzarse involucró la expulsión del bocado actual, delatándole junto con la lentitud propia de su proceso digestivo. Un movimiento del sable bastó para que una de las hombreras flotantes le vapuleara contra un tronco en la lejanía, estampándolo contra éste. Varios otros intentaron aprovecharse del momento, unos llenos y otros apenas terminando de digerir la última comida.
Kohiko debió realizar más de una pirueta indecible amén de no caer a merced de las breas o criaturas a su alrededor. En el trayecto, divisó más de un resto sanguinolento de sus “allegados”, mezclado entre el resto del hedor y la descomposición. Surcó el pantano bajo el mismo pretexto, siempre intentando virar en sentido opuesto a los Dionauris cercanos. El mayor peligro se aproximaba a sus espaldas, y en medio de las maniobras, lo único que pudo delatar la trampa fue la ausencia de reflejo sobre su sable: una muralla de telarañas oscurecía el entorno, a tal punto que la luz del sol se hacía taciturna. Las placas metálicas impusieron freno; durante toda la maniobra, tuvo que usar la punta de Jormungand a modo de pivote sobre el cual balancearse, un solo error y su protección caería sin remedio.
La sucesión de evasiones acabó por hacerla trastabillar cerca de uno de los charcos hirvientes. La ausencia de sangre no podía ser más enervante que entonces; en un lugar así, la falta de restos sólo le hacían pensar que la resistencia había sido imposible, como si la fuerza que hubiese masacrado a quienes anduvieron por la zona no dejara el mínimo rastro, sólo pisadas, muchas y descoordinadas, algunas diminutas en comparación a su propio pie, marcándose en la extensión de la marisma. Viró en ambos sentidos, inquietada, pero sin perder su rectitud, mantener las piezas del Yoroi flotando seguía siendo prioridad, más ahora, cuando apenas restaban cinco. Ella no sería tan torpe como para entrometerse en un lugar así sin un plan de emergencia, pero temía que incluso aquel fuese capaz de fallar; dependía, por supuesto, de que los suelos cubiertos por fango tuvieran suficiente metal.
Chistó, comenzando a escuchar las pisadas rasposas de seres que pronto se develaron como humanoides, aunque precisamente, no la perseguían a ella.
Pudo distinguir la misma cabellera roja observada en la costa de Las Olas. Setsuna –o su clon, más bien-, corría sin mayor cuidado en sus perseguidores, aunque ya se habían amontonado lo suficiente como para hacer una amenaza; hambrientos, en más de un sentido, el sólo presenciar una existencia como la de Himekami despertaba la mayor de sus voracidades. Koko se concentró por un momento en aquellas criaturas, incluso llegando a pensar que serían capaz de atraparle. Fuese justicia o casualidad, el clon fue atrapado por una de las manos verdosas y resecas, con tal fuerza que lograron hacerle explotar en la nube de humo característica. Hekmatyar aprovechó el atolondramiento de las criaturas, abalanzadas aun así sobre la bruma a esperas de dar con su festín.
Una serie de piezas se sumaban a su tablero, aunque, siendo ninjas sus oponentes, las precauciones ante la situación de réplicas era algo ensayado para cualquier general. Claramente habían sido señuelos menores, ahora le quedaba preguntarse dónde se hallaba la original junto a Nagare, o si siquiera se encontraban juntos. Mordió la uña de su pulgar, observando el rededor y recuperando la compostura tras alejarse varios metros del perímetro. Fue incluso capaz de deducir, bajo el trayecto que llevaba la réplica junto a pisadas avistadas en su camino de inusual similitud, que el sendero tomado por ésta se veía marcado en más de un sector.
―Cinco o seis, probablemente. De manual ―sentenció en voz alta, dando un nuevo golpe en el suelo con Jormungand.
Fue fácil deducir entonces que buscar el punto de partida de las réplicas le llevaría al original como su epicentro. Siguió por el sendero dejado atrás por la recién esfumada, alejándose poco a poco de los peligros visibles, a medida que bordeaba una zona selvática mucho más espesa. Un rugido gutural, particularmente agraviado y carrasposo, fue audible entre los susurros de las hojas; no tenía tiempo que perder, ni la menor de las suertes para enfrentarse a otra de las criaturas, aullidos como aquellos no eran más que una alarma de huida, sin temores ni lamentos, era una cuestión de supervivencia primitiva lo que le hacía alejarse, como si el sonido evocara bestias sólo presentes en la antigüedad.
La mayoría de los samuráis, bajo protocolo, recibían el adiestramiento necesario para comprender las estrategias ninja; inferiorizados, hasta bajo sustentos mediocres, dando pie a confusión en muchas ocasiones. Un cadete no captaba el peligro al que se enfrentaban hasta que lo tenía en frente, por propia negligencia de sus superiores, todo amén de intentar cubrir cualquier posible falencia; algo inocente, dejado atrás en muchos de los subgrupos militares, pero que aún muchos intentaban defender: la ridiculización del enemigo para generar confianza.
Kohiko encabezaría la lista de descuidos de no ser por su temperamento natural; sus maestros siempre adornaban demás las historias de batalla y los métodos de precaución, animalizaban a los ninjas. No era casualidad que, entre sus promociones, ella fuese de las pocas ascendidas hasta un cargo tan alto, su temple fue lo suficientemente rígido para soportar la propaganda de su propia gente, y anteponer la realidad: los ninjas eran de temer, tanto o más que ellos. Ante un enemigo así, el análisis podía terminar decantando al ganador.
Circundó el perímetro con el mayor silencio que la ostentosidad de su armadura orbital permitía. De cacería, pero sin cometer el mismo error que muchos otros podrían hacer. Esos clones, más que un señuelo, eran satélites informativos, un dato que sólo algunos de sus filas comprendían en integridad; la información recolectada hasta su exterminio acabaría en la mente del original. Pero, al mismo tiempo, podían convertirse en la peor de las suertes informativas. Pocos se tomaban la molestia, con lo efectivo que podría resultar confundir a un shinobi por lo contemplado desde su clon.
El plan a seguir estaba frente a sus ojos, con grupos de Dionauris en cualquier horizonte de la cercanía. Fue tan fácil como recoger manzanas, dejando que se adheriesen a las placas del Yoroi flotante y disperso, algo tan frío y ajeno a la vida que jamás pensarían en devorarlo. Desde allí, sólo sería cuestión de seguir maniobrando con Jormungard.
Una tras otra, las réplicas fueron aniquiladas por lanzamientos imprededibles, sólo concordantes con la presencia de los Dionauris en cada uno, Koko fue tan precavida que esperaba a ubicarlas tras árboles, confundiendo a cada ejemplar con los susurros herbáceos de la selva y sus movimientos. No restó nada, y de hacerlo pronto terminaría por sucumbir, pero lo más importante: había logrado cegar a la original, dondefuera que se encontrase.
No fue hasta llegar mucho más al Este que lo vio: tras varios panales azabaches, propios de las avispas que habitaban el pantano, una de las suyas se retorcía, atrapada entre el suelo y el viento bajo el resquicio de un sello que la rodeaba. No tardó en identificarlo: aquel era una marca de cubierta, un escondite.
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